En un mundo saturado de ruido, escuchar se vuelve un acto radical. Roland Barthes, en Lo obvio y lo obtuso, nos propone un giro profundo: escuchar no es simplemente oír, sino un acto complejo que trasciende la fisiología para instalarse en el territorio de lo simbólico, lo afectivo y lo inconsciente.
Barthes distingue tres formas de escucha:
La escucha como alerta, donde el oído se afina ante el peligro o la promesa. Es el lobo que acecha a su presa, el niño que aguarda el regreso de su madre. Aquí, escuchar es una cuestión de supervivencia.
La escucha como desciframiento, donde el oído se convierte en lector. Interpretamos signos, buscamos sentido. Esta escucha es religiosa y científica a la vez, intenta develar lo oculto: el futuro, la culpa, el misterio. Es la base de toda hermenéutica.
La escucha intersubjetiva, moderna, abierta, flotante. Ya no busca un mensaje definido, sino al emisor. Se pregunta no qué se dice, sino quién lo dice y desde dónde. Esta es la escucha del psicoanálisis, donde se oye lo que no se dice, lo implícito, el deseo que tiembla bajo las palabras.
La música encarna este tercer tipo de escucha. No la música como estructura clásica, predeterminada y codificable, sino esa otra que se experimenta como significancia cruda, un flujo de sentidos que no se detiene a buscar significados. Escuchar música (y escuchar al otro) es arriesgarse a no comprender de inmediato, es quedarse en el umbral del sentido, permitiendo que algo nos toque antes de que sepamos qué es.
En la vida profesional, escuchar también implica ese riesgo. No se trata de responder rápido ni de validar lo que ya pensamos. Se trata de habilitar un espacio donde el otro pueda reconocerse, y donde nosotros mismos podamos transformarnos. Escuchar bien es aceptar que el poder ceda lugar al deseo, que la autoridad dé paso a la vulnerabilidad.
En tiempos de automatismos, algoritmos y respuestas instantáneas, escuchar sigue siendo una forma de resistencia. No hay escucha sin pausa, sin presencia, sin cuerpo. Y sin ella, no hay comprensión posible del otro, ni de nosotros mismos.
Tal vez sea hora de reclamar la escucha no como un recurso de comunicación, sino como una ética. Una que nos permita volver a habitar el mundo no solo con palabras, sino con resonancia, silencio y atención.
¿Y tú, cómo escuchas?
Jesús Alcívar