Hay objetos que conservamos sin saber por qué. Un cuaderno manchado, una taza con una grieta, una fotografía desenfocada. Nos hablan. Nos acompañan. Tal vez porque, en su imperfección, reconocemos algo profundamente humano. Algo que también somos.
Wabi-Sabi no es una estética fácilmente traducible. No se reduce a una fórmula o estilo, sino que es una sensibilidad, una forma de ver y estar en el mundo. Se basa en aceptar lo que es, tal como es. Valora lo envejecido, lo desgastado por el tiempo, lo incompleto. Reconoce la belleza en una grieta, en un trazo torcido, en una pausa inesperada.
En el arte, esta mirada nos dona humanidad. Un cuenco de cerámica con una fractura visible restaurada con oro (kintsugi) no es solo un objeto útil, sino un símbolo de resiliencia. Una obra con un error, un cambio de rumbo, una textura inesperada, puede contener más verdad que una pieza pulida hasta la frialdad.
Como artistas, creadores o simplemente seres humanos que intentamos construir algo con sentido, el Wabi-Sabi nos recuerda que no estamos aquí para “completar” obras perfectas, sino para participar en procesos vivos. Que lo esencial no siempre brilla, ni necesita hacerlo. Que el silencio, la pausa, la cicatriz o el desgaste, también cuentan historias.
En mi experiencia, cuando dejo de luchar contra la imperfección y empiezo a convivir con ella, algo se libera. La creación fluye, la autoexigencia se transforma en cuidado, y el error deja de ser enemigo para convertirse en aliado.
El concepto de Wabi-Sabi toca la vida cotidiana. Nos enseña a estimar que cada momento es único, porque no se repetirá. Y que ahí, en esa fragilidad, también hay belleza.
En un mundo saturado de filtros, métricas y estándares imposibles, abrazar el Wabi-Sabi es un acto de resistencia. Es volver a lo esencial. A lo que no necesita ser perfecto para ser verdadero.
Tal vez no podamos controlar la forma final de nuestras creaciones ni de nuestras vidas. Pero sí podemos elegir con qué mirada habitarlas. Y en esa elección, hay arte.
Jesús Alcívar