En el silencio previo a la primera nota, hay un universo entero esperando ser descubierto. No es el reloj quien dicta la profundidad de ese viaje, sino la calidad de la atención con la que nos sumergimos. Como intérpretes, a menudo caemos en la trampa de medir nuestro progreso en horas: “Hoy practiqué cinco”, “Ayer solo una”… como si el valor de nuestra entrega dependiera de la cantidad de tiempo acumulado.
Pero la música, caprichosa y sabia, no responde a un cronometraje tirano, déspota y absolutista. Responde a la presencia y disposición consciente.
Una hora de práctica consciente, con el oído despierto, el cuerpo alineado y la mente curiosa, puede transformar más que cuatro horas de repetición mecánica. Porque en la reiteración automática el riesgo es que el error se vuelva hábito, y que la emoción se convierta en rutina. En cambio, la práctica profunda se parece más a conversar con la obra. Escuchar sus matices, probar caminos, aceptar errores como pistas y no como amenazas.
Piensa en un pintor frente a su lienzo. Podría pasar horas cubriéndolo de trazos rápidos y difusos, sin detenerse a observar cómo dialogan la luz y la sombra. O podría pasar minutos precisos afinando un único trazo, hasta que cobre vida. Podríamos pensar en el pintor español Antonio López, quien dedicó cerca de dos décadas a su obra "Retrato de la Familia Real". O en su obra "Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas ", que le tomó 16 años.
El músico, como el pintor, no crea belleza por acumulación de movimiento, sino por intención en cada gesto. El secreto está en entrar en la sala de estudio no para llenar un tiempo, sino para habitar un espacio de descubrimiento. Afinar la mente antes que el instrumento. Respirar. Escuchar el silencio. Y, desde ahí, permitir que cada frase, cada nota, se convierta en un acto de exploración.
No es una invitación a practicar menos, sino a practicar mejor. El tiempo, por sí solo, no es un maestro. El verdadero aprendizaje surge cuando cada repetición tiene un propósito: mejorar un pasaje técnico, comprender el carácter de un movimiento, experimentar con el color del sonido, encontrar la respiración exacta que sostiene una frase.
Recuerdo una clase en la que uno de mis maestro me pidió tocar un fragmento y luego me preguntó: “¿Qué has aprendido en estos minutos?”. Me di cuenta de que había pasado en piloto automático. Sus palabras siguen conmigo: Si no puedes responder eso, no has practicado… solo has tocado.
Así que la próxima vez que te sientes a practicar, pregúntate: ¿Estoy aquí para marcar horas, o para transformar mi manera de tocar? La música no cuenta tus minutos, cuenta tus momentos. Y son esos instantes de atención absoluta, de conexión íntima con el sonido, los que hacen crecer no solo al intérprete, sino al artista.
Porque al final, cuando subimos al escenario, no presentamos un registro de cuántas horas invertimos. Presentamos la verdad de cada instante en el que realmente estuvimos presentes.
Jesús Alcívar