He sido testigo de cómo una canción puede devolverle a alguien el recuerdo de su tierra. Cómo una obra instrumental puede provocar el llanto de quien no había encontrado palabras para expresar su dolor. Y cómo la música, lejos de ser un lujo, puede ser un salvavidas. Por eso me cuesta aceptar que la figura del músico quede reducida al entretenimiento o al virtuosismo técnico. Hay otra dimensión, más urgente y poderosa: la del músico como agente de cambio social.
Este rol no se enseña en los conservatorios, pero se aprende escuchando. Escuchando a las comunidades, a los territorios, a las ausencias. Y poniendo el arte al servicio de algo más grande que uno mismo: la equidad, la memoria, la inclusión, y la dignidad. Desde las canciones que acompañaron luchas históricas hasta los proyectos musicales en barrios periféricos o centros de refugiados, la música ha demostrado una y otra vez su capacidad de transformar, de sanar, de movilizar. Pero ese poder no actúa solo. Requiere intención, contexto, y compromiso.
Ser agente de cambio no significa militar una causa desde el escenario, sino habitar el arte como un espacio de encuentro. Como un puente entre mundos. Como un lenguaje capaz de generar preguntas, suscitar emociones y cultivar empatía.
En mi recorrido —como músico, gestor y ciudadano— he comprendido que los conciertos pueden ser algo más que vitrinas. Pueden ser espacios de resonancia social. Que los ensayos pueden convertirse en procesos comunitarios. Y que la programación artística también puede ser una forma de justicia.
El músico como agente de cambio es, sobre todo, alguien que decide no ser indiferente. Que sabe que una melodía no salvará el mundo, pero puede tocar una vida. Y que transformar una vida también es cambiar el mundo, aunque sea un poco.
Jesús Alcívar