En la vasta tradición alquímica, donde los metales buscan convertirse en oro y el alma anhela su perfección, la música ha ocupado un lugar tan sutil como poderoso. Aunque muchas veces relegada a un papel simbólico, para los alquimistas auténticos —aquellos que leían el universo como partitura divina— la música era una herramienta de transmutación interna.
La alquimia no solo fue una protoquímica o un arte esotérico. Fue, sobre todo, un lenguaje simbólico para describir procesos de transformación espiritual. En ese contexto, la música no era mero entretenimiento, era una ciencia vibracional. En el corpus hermético, el universo es armonía, y el ser humano, un microcosmos afinado o desafinado respecto al todo. Así, "afinarse" no era una metáfora poética, sino una operación real.
El Musica Universalis, o música de las esferas, fue una de las ideas más queridas por los alquimistas renacentistas. Según esta visión, los planetas emitían sonidos inaudibles para el oído humano, pero perceptibles para el alma. Esa armonía celeste servía como modelo para la vida virtuosa. El alquimista debía resonar con el cosmos para alcanzar la magnum opus, la gran obra.
También encontramos en la alquimia el principio de la correspondencia: "como es arriba, es abajo". En términos musicales, esto sugiere que la estructura armónica de una composición puede reflejar —y afectar— estructuras internas, psíquicas y espirituales. La música, entonces, no solo describe una emoción, la transforma. Una melodía puede "calcinar" pensamientos, "disolver" ansiedades, "coagular" intuiciones.
Muchos alquimistas practicaban música o trabajaban con sonidos como parte de sus rituales. Paracelso, por ejemplo, sostenía que ciertos tonos y palabras podían influir sobre la materia sutil del cuerpo. Más adelante, figuras como Athanasius Kircher buscaron codificar los efectos físicos y espirituales de la música desde una mirada casi alquímica.
Hoy, cuando la música se consume de forma masiva, rápida y despersonalizada, recuperar esta visión puede parecer anacrónico. Pero quizás sea justo lo contrario, resulta necesario. Volver a pensar la música no solo como consumo, sino como proceso de transmutación, puede reconectarnos con un arte que no solo acompaña el cambio, sino que lo provoca.
Escuchar una pieza no es simplemente dejar que suene, es permitir que algo en nosotros se reorganice. Tocar un instrumento es ejercer un poder creador. Cantar es invocar. La música, vista desde la alquimia, no es decoración, es fuego. Y como el fuego, puede transformar el plomo cotidiano en oro consciente.
Jesús Alcívar